Las Horas Claras (english)
A Venecia siempre he llegado de noche, por tanto, siempre he tenido de ella una primera impresión acrónica, pero lo cierto es que en esta ciudad nada es fijo o inerrante. La propia oscuridad es vacilante, está resuelta en miles de reflejos, en una confulgencia que reduce su arquitectura a una deconstrucción zigzagueada y puntillista. Le Corbusier la definía como “un sistema cardiovascular perfecto”. Sin duda por su desarrollo de canales entrelazados y por la ausencia de vehículos que provoca la experiencia de una inmisión sutilizada y de un recorrido acuático de la ciudad y sus palacios nunca fijo, sino interpolado y difrangente.
Explicar Venecia hoy en imágenes fotográficas puede parecer inicialmente implícito e inclusivo dada su sobreexposición a la mirada, de hecho, su prodigalidad imaginal, su persistencia retiniana, deberían hacer de cualquier registro o notación fotográfica una impracticabilidad dado el reemplazo de su representación por una conmutación de obturador inclemente. Por otra parte, como refleja Michel Onfray, esta ciudad “sin doble ni duplicación posible, es la quintaesencia de una forma de excepción: el desafío lanzado a la naturaleza, la suma del orgullo y la cultura llevados a su paroxismo”. Ésta es la paradoja contemporánea: su disimilitud, su excepcionalidad, su excentrismo, nos son devueltos en términos de representación paroxística.
Toda imagen de Venecia es una oposición a la extraversión, a una experiencia a través de los sentidos; por tanto, la búsqueda de la instantánea no es sino el refugio de un pathos irrealizable, de ahí el barbarismo que implementa una y otra vez las variaciones sobre una misma pérdida. Porque Venecia supone, sobre todo, la repetibilidad del pasado desde la inhabilidad del presente; una limitación que, perturbada, observa desde una recreación ampliativa el desmoronamiento de un deseo de permanencia. Posibilita una estancia en un tiempo ya detenido que se ha alineado con un tiempo fluyente. De ahí que hinchemos el diafragma para absorber lo volátil de la laguna o los canales mientras el otro diafragma, el fotográfico, se abre o se cierra solo en función de la luz, que es siempre conciencia, en este caso ya prevista, de la nostalgia.
Por otro lado, la suma arquitectónica de la ciudad, “el salón más bello de Europa”, acompañado por la musicalidad que Nietzsche le daba como propia e icástica y que prescientemente se organizó en torno a la idealidad, causa un inquietante extrañamiento a quien la vive que, acompañado por un flujo de extranjerismo extenuativo y presuroso, anhela adquirir parte de esa perfectibilidad por el hecho de estar ahí, de ser presentáneo, es decir, eficaz por su sola presencia. Pero Venecia, que Ofray define como “la producción de un pensamiento, el acabamiento y el cumplimiento de un proyecto de titanes que quisieron inscribir en el agua, en la laguna, en la superficie móvil de la ciénaga, un sueño petrificado: la mineralidad y su permanencia contra el equívoco de los elementos desgastados por el tiempo”, guarda en su memoria otras muchas ausencias.
Es indiscutible que el territorio donde se constituye es un desafío radical a muchas de las formas tradicionales del habitar. Quizá el propio hecho de su consolidación como civitas a causa de la huida —los primeros habitantes se establecieron en la laguna huyendo de las incursiones de los bárbaros, creando una comunidad palafítica— haya provocado, actualmente, un desarraigo, un éxodo de la población veneciana, una pérdida del ethos, es decir, de la sede, del asentamiento a favor de una invasión masiva, lo que Marc Auge denomina “movilidad sobremoderna”, establecida en períodos quinquenales de felicidad.
En 1951, cuando Venecia era aún de los venecianos, el gobierno local concedió a Frank LLoyd Wright, en el Palacio Ducal, la Stella della Solidarietá y la Universidad de Venecia, la IUAV, le nombró Doctor Honoris Causa. Un joven arquitecto llamado Angelo Masieri, que acompañaba en la comitiva a un Wright ya octogenario, durante la visita decide hacerle el encargo de una vivienda familiar y un estudio profesional a partir de la transformación de una pequeña casa que la familia Masieri poseía en un punto angular del Gran Canal denominado como la volta del canal a la entrada de la pequeña arteria del Río Novo, junto al Palacio Balbi y enfrentada a Cà Foscari. Por su localización en el Gran Canal, este pequeño edificio tiene, pues aún se conserva, el ostento, casi la prognosis, de la perspectiva de la doble vista —que siempre es un prodigio— la del puente de Rialto y la de la Academia. En Junio de 1952, el joven Angelo Masieri y su mujer Savina viajan a Estados Unidos a Taliesin West para conocer la obra de Wright y discutir el proyecto, éste se encuentra en Nueva York, deciden esperarlo y entre tanto hacen un viaje para conocer algunas de sus casas. Durante ese viaje por la autopista Pennsylvania Turnpike, en las cercanías de Bedford, Angelo pierde la vida en un accidente automovilístico.
El proyecto de casa familiar y estudio profesional se convierten en Memorial: el Memorial Masieri. Sin duda Nietzsche, el amante de Venecia, hubiera avanzado que “el pesimismo no es práctico ni tiene posibilidad de éxito. El no-ser no puede ser una meta. El pesimismo no es posible en el reino de los conceptos… La voluntad nos mantiene fijos en la existencia y hace de cada convencimiento una opinión que posibilita la existencia”. La memoria de un segmento doloroso es siempre un acontecimiento recuperado en su contigüidad porque extiende las consecuencias del trauma inicial a todos los instantes de la existencia. Neutralizamos el sufrimiento extendiendo el dolor a la esfera pública, a su generalización y, por tanto, a su necrolatría, a un distanciarse del yo para comunicarse hacia el otro. Toda Venecia no es sino un memorial, un concepto, quizá una determinación de exponerse ante el otro para, desde su presencia, neutralizar parte del dolor por la memoria que ya le/nos ha sido arrebatada.
En abril de 1953, un boceto del proyecto de Wright para el Memorial Masieri es expuesto en la Galería de la American Academy of Arts and Letters de Nueva York. Una vez la prensa recoge la noticia comienza un ejercicio de poquedad, de frases accesorias y controversias neceadas desde el desconocimiento y la superfluidad. La posición de una Venecia intocable, reactiva e infusible acaba con la posibilidad de intercambiar un pequeño edificio cuyo único valor reside en su inadvertencia y su precaria imitabilidad por un memorial pensado orgánica y miméticamente para el entorno por uno de los grandes arquitectos de nuestra época.
No cabe duda de que la polémica no fue únicamente un debate arquitectural entre objetores y simpatizantes del proyecto de Wright para el Gran Canal. En una crónica sobre el Memorial Masieri, Carmen Díez Medina señala que “tanto la actitud ambigua de las autoridades municipales como la implícita oposición de la SADE, el rechazo oculto producido por intereses corporativos y la poca implicación de la clase dirigente veneciana e, incluso, de gran parte del colectivo de arquitectos fueron los responsables de que el proyecto de Wright no se llevara a cabo”. Si el 11 de julio de 1955 Wright escribía a Bruno Morassuti, convertido en su representante, aún con la esperanza de poder llevar a cabo el memorial, el 18 de noviembre de ese mismo año tiene lugar la última comisión y su punto final.
Preocuparse por el pasado nos permite desentendernos del presente beneficiados por el crédito de la buena conciencia. El símbolo del acabamiento de la memoria y del recuerdo está vinculado en la inmediatez con la progresía, con un ordenamiento sistémico del tiempo que se orienta hacia el futuro. El propio Wright en su Arquitectura Moderna —el reflejo editorial de las Khan Lectures de Pricenton— ya nos advertía que la arquitectura en su gran forma antigua iba a morir. Una horrible tragedia en cuyas consecuencias no se atrevía siquiera a pensar. Pero también señalaba que “el arte es una forma de valor. ¡Negar que los hombres de genio venideros puedan ser los iguales de los hombres de genio del pasado sería como negar el eterno poder de Dios!”. Preclara reflexión de un hombre que ya forma parte de los genios del pasado, y que hubiera dotado a Venecia de un escalón más en el reposo.
El origen de la obra de arte, según Heidegger, es el arte, y conforme a sus ideas, la obra muestra lo cósico de muy diversas maneras. En Venecia ha habido arquitecturas que, como la de Wright, tuvieron un origen, un ser de la obra y, por tanto, una reflexión, un preconcepto de concebir lo cósico pero que finalmente renunciaron al cimiento de la cosa.
En 1962 las autoridades civiles y hospitalarias intentan convencer a Le Corbusier de la necesidad de levantar un hospital en Venecia y de que él debe ser el encargado de llevarlo a cabo. Le Corbusier viaja a Venecia el 29 de agosto de 1963. No es la primera vez que lo hace, ya la había visitado con anterioridad en: 1907, 1922, 1934 y 1952. De hecho, la ciudad de Venecia está presente en el pensamiento del arquitecto y urbanista desde muy temprano y proyectar sobre una ciudad sobre la que ya había teorizado —y no de una forma exaltada ni por el contrario amable o acrítica, sino con firmeza dentro de la dinámica de elasticidad que posee la ciudad y de sus rémoras practicables u operables— era diferente, había un conocimiento, una concausa.
En su libro Cuando Las Catedrales eran Blancas, terminado en 1936 y publicado por primera vez en junio de 1937, Le Corbusier indicaba que esta ciudad, “debido a su base de agua, representa el dispositivo más formal, la función más exacta, la verdad más indiscutible, ciudad que, en un conjunto único en el mundo, aún en 1934 (por su planta de agua) es la imagen entera, integral, de las operaciones armónicas, reguladas de una sociedad”. Señalaba también que, pese a ello, (tengamos en cuenta que él era el arquitecto de las utopías urbanísticas que aplicaba una fórmula para sus edificios: el Modulor, siempre vinculado a la dimensión humana), aquellos “artistas (Renacimiento) que dan, desde entonces, la medida del desarraigo. Se sitúan encima de las cosas; no son la cosa. Ahora bien: son los que los exégetas proponen a nuestro estudio y los académicos imponen en las escuelas. Con ellos se acaba la vida; es como la feria de las vanidades; la secta se impone a la sociedad”.
Es decir, postula una crítica a cuanto de teatral tiene la ciudad y al destino que procura situar los acontecimientos de calidad, la ultimación estética, por encima y fuera de las tareas humanas. Para él no se trataba de una crisis de la vida, sino de una crisis de la corporación de los artífices del arte, pues la obra requiere de la participación de todos, no de un estamento corporativo o síndico que pervive actoralmente en el relato para el cual no había sido, no podría ser, designado.
Le Corbusier, que había dibujado, pensado y publicado Venecia desde 1907 decide proyectar el hospital no desde el detalle o la fragmentariedad de aquellos primeros estudios, sino desde el planteamiento de un edificio que en sí mismo alberga y se organiza como una ciudad. Una ciudad hospitalaria de 1200 lechos para el solar del Matadero de San Giobbe, microinjertada como una etopeya que se distingue en su propio equilibrio y circularidad, y así lo presenta al Consejo de Administración del Hospital que le visita en París el 21 de julio de 1964. Los dirigentes de Venecia se entusiasman ante la disposición horizontal de los volúmenes y la inalterabilidad de la silueta de la ciudad.
En su prefiguración, el arquitecto presenta el hospital sobre pilotis como el propio Palacio Ducal o el mismo origen de la ciudad palafítica en la laguna y la ciénaga, para desarrollar lo que muchos consideran el primer Mat Building o edificio alfombra, es decir, borrando los límites entre ciudad y edificio, edificios de crecimiento ilimitado a escala urbana.
El 22 de Febrero de 1965, el Consejo Superior de Bellas Artes estudió el proyecto y lo aprobó por unanimidad. En marzo, Le Corbusier presenta un segundo proyecto modificado en rigor a sus futuros usuarios. El 16 de marzo, Il Gazzetino de Venecia avanza la llegada de Le Corbusier a la capital de la región del Véneto el 10 de abril para la presentación del hospital. El 8 de abril Le Corbusier llega a Venecia, éste será su último viaje a la ciudad de los canales. Mazzariol, el historiador y crítico de arquitectura que ya en 1962 sugiriera el nombre de Le Corbusier en la presentación, habla de un encuentro para la civilización entre arquitectura, poesía y rigor y conocimiento históricos.
El 27 de agosto de 1965 Le Corbusier muere en Cap Martin. Tras el primer consejo de administración del hospital la premisa es clara: el proyecto debe continuar. Guillermo Jullian de la Fuente, el arquitecto chileno que trabajaba para Le Corbusier desde 1959, sigue con el proyecto, ya desde el Atelier Jullian, hasta el año 1972, momento en que, una vez más, Venecia fagocita otra oportunidad de regeneración. Fagocita, en realidad, un proyecto sin precedente no ya arquitectónico, sino urbanístico. Otra relación sumaria sin contrición que anula la cosa realizable, el cimiento de la cosa, arrebatado por imprevisible pese a estar supeditado al proceso, que arrebata la cosa como correctivo ante el ser del progreso. “Allí donde no pudiera haber límites, la vida se haría insoportable”, defiende Daniel Bell. Por otro lado, la tradición no es sino una ilusión de permanencia, todo es revocable, incurrido y desfigurado. La tradición no es necesariamente una contenencia, o un estacionamiento, debiera ser un obrar desde la movilidad de un conocimiento aprehendido. “No me considero en contra de la tradición”, diría Le Corbusier en La Ciudad del futuro, “me creo en plena tradición. Todas las grandes empresas del pasado vienen, una tras otra, a confirmar que a cada estado de espíritu corresponde un estado de cosas”.
Venecia proyectará y catalizará hasta la casi conformación de la cosa, de la materialización, otros impulsos como el Palacio de Congresos encargado a Louis I. Kahn, que desarrolló desde 1968 hasta 1974, para el espacio de los Giardini y, más adelante, del Arsenale. Pero, incompresiblemente, la ciudad tampoco fue capaz de gestionar la ejecución de este proyecto pese a que se esperaba que el trabajo de Kahn supusiera la rehabilitación y la revitalización del Arsenale al implementar el edificio del Palacio con la inclusión, de plazas, arcadas, tiendas, cooperativas de artesanos y pequeñas industrias con escuelas taller asociadas, como recoge Vider Elise en su monografía sobre el Palacio de Congresos.
Todo proyecto sin ejecución, a mi parecer, pertenece a una teoría del eclipse, pues no es, no puede ser, más que intuido (dado que algo opera en su lugar, en su solar asignado). Pero no es tanto una desolación como una asolación, de ahí su naturaleza eclipsada, ocupada por otra región de conceptos que nubla su ser ya incógnito. Todos los proyectos citados fueron el resultado de “la inaplicación” en Venecia. Inaplicación en su doble sentido: el de la no diligencia y el de la asiduidad, paradójicamente provocadas por su otra asignación de sentido; una ornamentación sobrepuesta y de distinta materia. Una amonestación de la ciudad que mira en múltiples direcciones pero sobre la que recae una responsabilidad global, no ya por su singularidad y su riqueza cultural, sino por haberse convertido en símbolo. Venecia tiene enormes dificultades para levantar la cosa, para construir, porque toda ella es resultado de lo cósico. Tiene un apetito voraz, pero se nutre fundamentalmente de la cultura de la muerte, opuesta a la banalización de la vida y a la distracción ante el enigma del destino que deshumanizan nuestro tiempo.
Las fotografías que he realizado de Venecia son el resultado de un trabajo anterior de rastreo e investigación donde se determinaron las localizaciones exactas de las arquitecturas ausentes ya mencionadas (Wright, Le Corbusier, Kahn, Rossi). Por ello, son inicialmente fotografías de enrutamiento, de desempeño y precisión posicional; suponen, desde su escritura visual, una georreferenciación. Luego se han ido levantando los edificios tridimensionalmente a partir de los dibujos y los planos existentes. En todos se ha trabajado a partir de los segundos proyectos, que contaban con más modificaciones. Posteriormente, se ha dado escala a los mismos. Pero, en realidad, lo que se ha dado es presencia a ausencias significativas. Se ha dado planteamiento y forma a los planeamientos. Se han reparado ausencias y, espacialmente, se han recuperado aquellas pseudopresencias desde la omisión antitética de la elipsis. Es un trabajo de integración, de reemplazo, que conforma una Venecia posible o una Venecia que pudo ser.
En esta serie de imágenes aparecen también dos proyectos singulares. El primero, lejos de levantar, de restituir una arquitectura omitida del lugar, planeada pero no ejecutada, representa su contrario, que es una intervención arquitectónica, en este caso proyectada y creada por mí para el lugar, que sustituye a un proyecto de Ignacio Gardella, aplaudido y significado como una arquitectura conforme al entorno y que se alza en el Zattere. El proyecto de Gardella, en muchos sentidos, no es sino un registro en exceso respetuoso, imitativo y camuflado. Habría que preguntarse si tiene sentido la copia, la troncalidad, el nacer anacrónico como un adopcionismo dentro de lo que Le Corbusier definía como secta. Habría que preguntarse también si tiene sentido hacer crecer una fachada gnóstica a un saber que ya es improbable en busca de una universalidad patrimonial u homologada. Por el contrario, de forma amenazante, la propuesta de arquitectura que sustituye a la casa Alle Zattere de Gardella (por otra parte, un soberbio arquitecto) es, lógicamente, provocadora y se subraya, pues en sí misma es portadora de un concepto crítico. Es una propuesta invasora pero a la vez dialogante, pues se apoya en un doble sentido en los edificios preexistentes y defensivamente se “baliza” o se posiciona como “un dique contra el Adriático”.
La segunda de estas imágenes se puede entender como un homenaje, como una aproximación al tratado Los cuatro libros de la Arquitectura, publicado en Venecia en 1570, y también como homenaje al estilo único de la villa palladiana, que se fundamenta en la aplicación de un sistema estructural construido de ladrillo. En tributo a Palladio se ha forjado un mirador en ladrillo y hormigón sobre las aguas, un punto de vista imposible en la parte posterior de la Giudecca, a espaldas de San Giorgio Maggiore, donde las reglas de la ciudad son más flexibles y la mirada puede reposar subordinada a la vastedad de la laguna.
La misma laguna que reanuda el Teatro del Mundo de Aldo Rossi, diseñado para la Bienal de Venecia en 1979, desplegando una arquitectura portable de 25 metros de altura y con capacidad para 400 personas, que testimonia o regulariza la brevedad de un edificio viajero ya desmantelado. La peregrinidad sonora que recupera la idea de evocar los teatros flotantes de Venecia y sus carnavales en el siglo XVI; un desplazamiento a través del tiempo y el espacio ahora que sabemos que la supresión de las distancias no nos introduce en la proximidad y que Venecia nos sigue pareciendo lejana, pues definitivamente no ha sido arrollada por la uniformidad de lo que carece de distancia.
Hay en esta serie de imágenes un espíritu de reparación, de restitución, de promoción del juicio, de la duda racional y de las consideraciones opuestas. La travesía por destellos omitidos o insubsistentes cuya fatalidad no es no haber sido construidos, en suma, no habérseles franqueado el espacio, sino no haber sido habitados, no poseer ni ser posesionados. Porque lo presente es lo que habita y perdura. Lo perdurable, de otro modo, no es irrevocable, puede ser desmantelado y olvidado. Nada, incluida la apuntación más hermosa, prevalece sin archivo. Este trabajo, sin lugar a dudas, ha sido una labor de archivo cuya respuesta ha sido procesar el objeto, abordar la cosa, para que el olvido no la corrompa y se interprete en su escala, en su dimensión, en su propia métrica. Heidegger nos decía que “el medir de la esencia del hombre en relación con la dimensión asignada a él como medida lleva el habitar a su esquema fundamental. El medir de la dimensión es el elemento en el que el hombre tiene su garantía, una garantía desde la cual él mora y perdura. Esta medición es lo poético del habitar. Poetizar es medir”.
Dionisio González